sábado, 16 de febrero de 2019

UNA CARRERA EN LA CUAL NUNCA QUISE PARTICIPAR



Mis padres eran mis héroes. Los veía como dos portentos desviviéndose por sus hijos. Como dos robles que, atenazándose a la tierra, soportaban todas las inclemencias de la naturaleza por mantener con vida a la familia. Pero a este cuadro de fortaleza adulta, se sumaba todo lo demás de aquel “mundo de los mayores”… y no me gustaba. No me interesaba en lo más mínimo ingresar a esa tropa donde abundan los neurasténicos, los amargados y las preocupaciones financieras. En el barrio miraba a los adultos y solo veía gente triste, solitarios y/o bebedores. Mi papá bebía de vez en cuando. Pero a veces, cuando la agarraba ya no la soltaba. Y mi mamá tenía que ir a sacarlo de donde estaba, ya sea de la casa de algún vecino o del “Chorito”, la única cantina del barrio. A veces mi mamá enviaba a uno de mis hermanos mayores, aunque una vez me envió a mí. Y fui directo al Bar, con sus pisos con aserrín y su rockola poblada de boleros y algunos hits en inglés. Aquella vez, abanicando humo y borrachos, entré y vi a mi papá con tres vecinos, quienes estaban discutiendo a viva voz y a punto de agarrase a golpes. Mi papá sonreía. Era claro que el lío no era tan grave. Me vio, e inmediatamente cambió su gesto. Se levantó y, con paso tambaleante, dejó a sus amigos y a su alcoholizada disputa. “¿Y tu mamá?” -me preguntó. “Me ha dicho que te lleve a la casa” -le dije. Sonrió, me tomó de la mano y nos fuimos. En el camino daba frases inentendibles que terminaban haciéndome reír. Él sabía que no se le entendía un carajo, y se reía conmigo.

Esa noche, cuando llegamos al hogar, mi mamá le requintó con los consabidos rollos de la responsabilidad y sobre el ejemplo que nos estaba dando… Pero solo eran medianas amonestaciones, nunca llegaron a altisonancias mayores, y mucho menos a los golpes. A lo mucho, en alguna desavenencia, mi papá se iba en silencio, sin palabras gruesas ni puertas azotadas, y se desaparecía por horas. Y cuando regresaba, lo hacía exactamente igual, en silencio, para luego encender su aparato de música y escuchar algún disco a volúmenes muy bajos. Luego, mi mamá se acercaba y se sentaba con él, se abrazaban y se quedaban así por un buen rato, entre claroscuros y la música envolviendo con suavidad toda la casa.

Era el mundo de los adultos, con sus enredos, sus broncas y sus silencios, un mundo que solo cuando creciera, lo iba a entender. Será por todo esto que, en esa carrera por llegar a ‘ser adulto’, nunca me interesó participar.