Mis padres eran mis héroes. Los veía como dos
portentos desviviéndose por sus hijos. Como dos robles que, atenazándose a la
tierra, soportaban todas las inclemencias de la naturaleza por mantener con
vida a la familia. Pero a este cuadro de fortaleza adulta, se sumaba todo lo demás
de aquel “mundo de los mayores”… y no
me gustaba. No me interesaba en lo más mínimo ingresar a esa tropa donde abundan
los neurasténicos, los amargados y las preocupaciones financieras. En el barrio
miraba a los adultos y solo veía gente triste, solitarios y/o bebedores. Mi
papá bebía de vez en cuando. Pero a veces, cuando la agarraba ya no la soltaba.
Y mi mamá tenía que ir a sacarlo de donde estaba, ya sea de la casa de algún
vecino o del “Chorito”, la única cantina del barrio. A veces mi mamá enviaba a
uno de mis hermanos mayores, aunque una vez me envió a mí. Y fui directo al Bar,
con sus pisos con aserrín y su rockola
poblada de boleros y algunos hits en inglés. Aquella vez, abanicando humo y borrachos, entré y vi a mi papá con tres vecinos, quienes estaban
discutiendo a viva voz y a punto de agarrase a golpes. Mi papá sonreía. Era
claro que el lío no era tan grave. Me vio, e inmediatamente cambió su gesto. Se
levantó y, con paso tambaleante, dejó a sus amigos y a su alcoholizada disputa.
“¿Y tu mamá?” -me preguntó. “Me ha dicho que te lleve a la casa” -le dije.
Sonrió, me tomó de la mano y nos fuimos. En el camino daba frases inentendibles
que terminaban haciéndome reír. Él sabía que no se le entendía un carajo, y se
reía conmigo.
Esa noche, cuando llegamos al hogar, mi mamá le
requintó con los consabidos rollos de la responsabilidad y sobre el ejemplo que
nos estaba dando… Pero solo eran medianas amonestaciones, nunca llegaron a altisonancias
mayores, y mucho menos a los golpes. A lo mucho, en alguna desavenencia, mi
papá se iba en silencio, sin palabras gruesas ni puertas azotadas, y se
desaparecía por horas. Y cuando regresaba, lo hacía exactamente igual, en
silencio, para luego encender su aparato de música y escuchar algún disco a volúmenes
muy bajos. Luego, mi mamá se acercaba y se sentaba con él, se abrazaban y se
quedaban así por un buen rato, entre claroscuros y la música envolviendo con
suavidad toda la casa.
Era el mundo de los adultos, con sus enredos, sus
broncas y sus silencios, un mundo que solo cuando creciera, lo iba a entender. Será
por todo esto que, en esa carrera por llegar a ‘ser adulto’, nunca me interesó
participar.