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Ahí estoy yo, en 1972 (¿me ubican?), 1 año después del 'tuercazo' |
o LA ORDENANZA
DEL DECIMOQUINTO MANDAMIENTO EN UN MES DE ABRIL
A diferencia de hoy, donde los pequeños seres humanos
van al colegio casi desde que la madre los trae al mundo, en nuestros
primariosos días, tenías la suerte de ser enviado a las aulas (vaya suerte!)
recién a los 5 o 6 años de edad. Y no era desde que el año arranca, sino que
uno tenía que esperar hasta la llegada del mes de Abril, período en que recién
se iniciaban las clases oficialmente.

Mi poco agraciado físico, tampoco contribuía mucho a
que este lúgubre rito anual de tener que ir a la escuela, reciba tan siquiera
un mínimo de entusiasmo. No era como mi vecino Manuel, que desde el día
anterior ya estaba uniformado y con la maleta en mano, listo para transportar
su voluminosa humanidad hasta los claustros.
Pero en líneas generales, al final de cuentas, en el
colegio la pasaba bacán. Conocía mucha gente, lograba hacerme de amigos y me
codeaba con nuevos horizontes. No aprendía mucho porque mucho no enseñaban,
porque en mi casa, tuve la suerte que la educación era un decreto ley, y mi
papá y mi mamá, eran muy devotos del decimoquinto mandamiento: no seas bruto. Así que cuando el
profesor decía alguna fecha incorrecta o mencionaba alguna ciudad que no
existía, pues ahí estaba yo, para levantar mi manito y hacerles notar
alguna de estas insolencias educativas.

De mi lado, siempre corrí con suerte. Si bien los
amigos solían reírse de mis orejas o de mi nariz o de mi delgadez preocupante, nunca hubo una carga de violencia o agresividad
tan mortífera, que haga que mi vida se vuelva fatal. Pero a mis cortos 10 años, me
tocó en mi salón, un infante ladilla que solía golpear en la nuca a algunos
compañeros. Pasaba por su costado y ¡pácatelas! le endilgaba un soberano y
sonoro sopapo. Era un ‘chico nuevo’, el chato Ananías, un duendecillo de rostro
seco y cobrizo, de cabello recortado casi al ras, con la piel un poco
granulienta, un año mayor que yo, pero 5 centímetros más
pequeño, y con grandes posibilidades de no crecer un milímetro más.

Me dije, bueno, fue solo un episodio fortuito, y
conmigo nunca se va a meter. Yo soy un tipo chévere y no me meto con nadie.
Nunca le pongo chapas a la gente y suelo ayudarlos con sus tareas. Pero ese
día, cuando estaba saliendo del colegio ¡pácatelas! otro seco golpe en mi nuca,
y las risotadas de rigor del chato y sus gandules.
Entonces me entró un pánico de los re-mil. Ya no solo
era el Colegio, ya no solo era mi físico poco agraciado, ya no solo era tener
que despertarme temprano para correr a clases… Sino que además, iba a tener que
soportar a un idiota que te va a agredir cada dos por tres… Hablé con mis
hermanos mayores (en esos días también colegiales), y les conté la cosa sin
asustarlos tanto, hablándoles de este tipo que, al parecer, tenía pensado
joderme todo el año. Y uno de mis hermanos me dijo: “agarra un palo y pártele la cabeza!”… Consejo no muy santo, pero
que estaba dentro de mis posibilidades, pero no de mi intencionalidad. Siempre
fui un tipo pacífico y jamás me visualicé resolviendo problemas a los golpes.

- Oye,
reconchatumadre!!!… y pum!... le
endilgué tamaño tuercazo por la cabeza, que obligó al pobre chato a encorvarse dramáticamente.
Se tomó la mollera con sus manos, dando gemidos y haciendo graves gestos de
dolor. Desde esa posición me miró con la boca entre abierta, con unos ojos
inyectados que parecía que iba a terminar saltando sobre mí. Pero ya estaba
preparado. Yo aún no soltaba la tuerca y, si comenzaba la bronca, no iba a
dudar en volverla a usar.

En el recreo, me puse a caminar por el patio,
pensando en lo que había sucedido, comenzando a sentirme mal por lo que acababa
de hacer. Hasta que lo vi. Estaba frente a mí, y todavía estaba sobándose la
cabeza (un ejercicio que el pobre Ananías estaría haciendo por varios días), y se me acercó.
- Ohe,
Valdivia, ¿con qué me golpeaste?
- Es que
jodes mucho, pe, huevón…
- Si, pero,
era de chiste, pe… Nada en serio… Te achoras por las huevas…
Seguimos conversando y las calmas se apoderaron de nuestros
escondrijos. Tanto que, con el tiempo, al igual que en las historias de Walt
Disney o de la Familia Ingalls ,
nos hicimos muy amigos, y enterró sus ganas de volver a joder a alguien en el
salón.
Aunque siempre me quedó la duda si, producto de aquel
tuercazo golpe, se volvió un tanto cerrado para el aprendizaje, no entendía las
lecciones, hasta el punto que comenzó a repetir el año… año tras año, costumbre
que terminó haciendo que, definitivamente, lo perdiera de vista.
¿Cómo dicen que la
letra con sangre entra? Aunque, quien sabe, quizá Sancho tenía razón con el
aforismo, y el buen Ananías sea hoy un connotado Congresista, o nuestro actual
viceministro de Educación.