IMPERFECTAS LETANÍAS ENTRE LOS
ACENTOS DEL MAR
La vida no la escriben las
hadas. Tampoco creo que sea el producto de trasnochados demonios, a pesar que
la historia nos remita a infinidades de infiernos que arden diariamente. Y no podría
precisar, qué hada o qué demonio motivó al joven Enrique, a escapar de su casa,
en las alturas de Apurimac, cuando aún no sabía ni atarse los zapatos.
Como ya lo conté varias
veces, soy hijo de runaways, soy el
resultado de dos jovencitos que escaparon de sus hogares, y se internaron en las
junglas de la vida, una vida que, al parecer, no estaba siendo escrita por
hadas. Mi mamá, una pre-quinceañera amazonense, huía de la pervertida idea de
verse casada (a la fuerza) con un tipo mucho mayor, por quien solo sentía
repulsión. Y mi papá… pues de mi papá nunca supimos porqué escapó de su terruño, siendo esta una historia que nunca quiso compartir con nadie.
El asunto es que, a pesar de
lo dura que debe haber sido la ruta para este
indomable cobrizo, mi papá terminó siendo un tipo noble, tranquilo, con ese don
que te sabe dar la paciencia y el equilibrio. No recuerdo un solo golpe, una
paliza o una levantada de voz ante alguna travesura de sus hijos o ante alguna
desavenencia familiar. De mi papá aprendí ese tipo
de detalles. De él tengo que haber heredado sus silencios y el no hacer mucha pataleta ante situaciones que tal vez no la merezca. Recuerdo que una vez tuve un
altercado totalmente niño con mi vecino, donde él decía que su televisor era
más grande que el nuestro. Y fui donde mi papá para reírme de tamaña afrenta y
esperar un respaldo ante el innegable hecho que nuestro FTA de 24 pulgadas era más
grande que su Phillips de 23. Y mi papá me dijo: “Tú tienes que decir que ‘sí’, que su televisor es más grande. Eso no
importa. No se debe pelear por cosas tan menudas.”….
De mi papá aprendí que caballero es aquel que hace que los que
están a tu alrededor, se sientan bien. Y una vez, caminando por el Callao
(sitio al cual le rendía infinita pleitesía), nos cruzamos con alguien que, por
alguna razón, quería contarnos la historia del castillo Real Felipe. Y yo, con
mis insolentes 9 años, sonreí y le dije que nosotros ya sabíamos todo acerca de
aquella histórica fortaleza. El rostro de aquel joven, cambió diametralmente,
desdibujando esa sonrisa inicial, y haciendo que su entusiasmo se aleje a toda
prisa. Mi papá vio eso y dijo “Yo, la
verdad, no lo sé… A ver cuéntame…”. Y la sonrisa del joven, regresó. Y comenzó
a contar todo lo que ya me había contado mi papá desde siempre, puesto que mi
papá era un tipo muy apasionado por la historia de este Perú, y el Castillo del
Real Felipe era uno de nuestros sitios favoritos.
Mi papá adoraba el mar. Con
sus olas y sus acentos. Era un excelente instructor de natación. Se metía al
agua y nadaba hasta acariciar las orillas de la Isla San Lorenzo. Solía flotar
haciéndose “el muertito” en las serenas aguas de nuestro primer puerto. Y
gracias a estas piruetas, un amigo del barrio me contó: “A mi una vez, estando en pleno mar y lejos de la orilla, me acalambré.
Me desesperaba pidiendo auxilio, pero nadie me veía. Yo ya estaba resignado a
mi anegado destino, hasta que me acordé de tu papá. Y me hice ‘el muertito’…
Comencé a flotar con la esperanza de que
alguno de mis amigos me vea y se de cuenta del drama en que estaba. Y así fue.
Me vieron y me rescataron”.
Llorar se ha vuelto abuelo.
Y llorar fue algo que tampoco vi en mi papá. Claro, eran días en donde a los
hombres les estaba prohibido llorar. Menos aún, llorar en frente de sus hijos.
Y yo sabía que su sensibilidad no solo estallaba por el lado de la familia,
sino también por el lado del dibujo y de la música, sentimientos de trazos
finos y de sonidos subyugantes que terminaron contagiando a toda la tropa en la
casa.

Pero la vida no la escriben
las hadas. Y por alguna razón, el destino quiso que los demonios del
alejamiento, prevalezcan. Una mañana de 1973, ingresamos prácticamente juntos
al Hospital. Yo fui por una operación de vesícula y mi papá fue sólo por un
chequeo… Nos internaron a ambos. Días después, yo logré salir. Mi papá, no.
