lunes, 3 de marzo de 2014

LA TUERCA

Ahí estoy yo, en 1972 (¿me ubican?), 1 año después del 'tuercazo'

o LA ORDENANZA DEL DECIMOQUINTO MANDAMIENTO EN UN MES DE ABRIL

A diferencia de hoy, donde los pequeños seres humanos van al colegio casi desde que la madre los trae al mundo, en nuestros primariosos días, tenías la suerte de ser enviado a las aulas (vaya suerte!) recién a los 5 o 6 años de edad. Y no era desde que el año arranca, sino que uno tenía que esperar hasta la llegada del mes de Abril, período en que recién se iniciaban las clases oficialmente.

T.S. Eliot tenía toda la razón cuando escribió “Abril es el mes más cruel!”, porque para nosotros, los que crecimos en los 70’s, Abril siempre fue sinónimo de aprensión, de advertir ese temor que va creciendo con los días, una desagradable escama que nos recorría hasta el chaflán más postergado de nuestras uñas. 

Mi poco agraciado físico, tampoco contribuía mucho a que este lúgubre rito anual de tener que ir a la escuela, reciba tan siquiera un mínimo de entusiasmo. No era como mi vecino Manuel, que desde el día anterior ya estaba uniformado y con la maleta en mano, listo para transportar su voluminosa humanidad hasta los claustros.

Pero en líneas generales, al final de cuentas, en el colegio la pasaba bacán. Conocía mucha gente, lograba hacerme de amigos y me codeaba con nuevos horizontes. No aprendía mucho porque mucho no enseñaban, porque en mi casa, tuve la suerte que la educación era un decreto ley, y mi papá y mi mamá, eran muy devotos del decimoquinto mandamiento: no seas bruto. Así que cuando el profesor decía alguna fecha incorrecta o mencionaba alguna ciudad que no existía, pues ahí estaba yo, para levantar mi manito y hacerles notar alguna de estas insolencias educativas.


Pero en los colegios, nunca falta un abusón, uno de esos disminuidos mentales que creen que hacerle la vida de cuadritos al prójimo, es lo más fantástico del mundo. Tipos que ejercían esa actividad que ahora, muy anglosajonamente la llaman “bullying”.

De mi lado, siempre corrí con suerte. Si bien los amigos solían reírse de mis orejas o de mi nariz o de mi delgadez preocupante, nunca hubo una carga de violencia o agresividad tan mortífera, que haga que mi vida se vuelva fatal. Pero a mis cortos 10 años, me tocó en mi salón, un infante ladilla que solía golpear en la nuca a algunos compañeros. Pasaba por su costado y ¡pácatelas! le endilgaba un soberano y sonoro sopapo. Era un ‘chico nuevo’, el chato Ananías, un duendecillo de rostro seco y cobrizo, de cabello recortado casi al ras, con la piel un poco granulienta, un año mayor que yo, pero 5 centímetros más pequeño, y con grandes posibilidades de no crecer un milímetro más.

De pronto, en uno de los recreos, cuando estaba yo caminando con un par de compañeritos, ¡pácatelas! sentí un seco golpe en mi nuca, y el chato de mierda ese que pasa muy raudo, sonriendo y con la consabida risotada de los lambiscones que andaban con él, tan idiotas como el Ananías.

Me dije, bueno, fue solo un episodio fortuito, y conmigo nunca se va a meter. Yo soy un tipo chévere y no me meto con nadie. Nunca le pongo chapas a la gente y suelo ayudarlos con sus tareas. Pero ese día, cuando estaba saliendo del colegio ¡pácatelas! otro seco golpe en mi nuca, y las risotadas de rigor del chato y sus gandules.

Entonces me entró un pánico de los re-mil. Ya no solo era el Colegio, ya no solo era mi físico poco agraciado, ya no solo era tener que despertarme temprano para correr a clases… Sino que además, iba a tener que soportar a un idiota que te va a agredir cada dos por tres… Hablé con mis hermanos mayores (en esos días también colegiales), y les conté la cosa sin asustarlos tanto, hablándoles de este tipo que, al parecer, tenía pensado joderme todo el año. Y uno de mis hermanos me dijo: “agarra un palo y pártele la cabeza!”… Consejo no muy santo, pero que estaba dentro de mis posibilidades, pero no de mi intencionalidad. Siempre fui un tipo pacífico y jamás me visualicé resolviendo problemas a los golpes.


Pero igual… me fui al colegio y en el camino encontré una tuerca, una tuerca enorme, de acero, casi del tamaño de mi mano. Entré al colegio sosteniendo mi tuerca entre los dedos, me detuve al frente de mi salón, solo, y aguardé a que el chato llegara. Cuando lo vi, me dije “si este huevón se atreve a golpearme, lo reviento”… Y válgame que de verdad ya hasta deseaba que esto ocurra. Cuando en eso ¡pácatelas! sentí el golpe seco y el consabido coro de risotadas. 

- Oye, reconchatumadre!!!… y pum!... le endilgué tamaño tuercazo por la cabeza, que obligó al pobre chato a encorvarse dramáticamente. Se tomó la mollera con sus manos, dando gemidos y haciendo graves gestos de dolor. Desde esa posición me miró con la boca entre abierta, con unos ojos inyectados que parecía que iba a terminar saltando sobre mí. Pero ya estaba preparado. Yo aún no soltaba la tuerca y, si comenzaba la bronca, no iba a dudar en volverla a usar.

Sus amigos estaban en silencio. Mis otros compañeros en los alrededores, también fueron rehén del mutismo y la sorpresa. Incluso el colegio entero pareció haberse tragado sus griteríos.  Ananías me miró. No me dijo nada. Se incorporó y entró al aula con sus compinches, en silencio, pero siempre agarrándose la cabeza y mirándome de rato en rato, con indiscutibles gestos de perplejidad. 



En el recreo, me puse a caminar por el patio, pensando en lo que había sucedido, comenzando a sentirme mal por lo que acababa de hacer. Hasta que lo vi. Estaba frente a mí, y todavía estaba sobándose la cabeza (un ejercicio que el pobre Ananías estaría haciendo por varios días),  y se me acercó.


- Ohe, Valdivia, ¿con qué me golpeaste?
- Es que jodes mucho, pe, huevón…
- Si, pero, era de chiste, pe… Nada en serio… Te achoras por las huevas…


Seguimos conversando y las calmas se apoderaron de nuestros escondrijos. Tanto que, con el tiempo, al igual que en las historias de Walt Disney o de la Familia Ingalls, nos hicimos muy amigos, y enterró sus ganas de volver a joder a alguien en el salón.

Aunque siempre me quedó la duda si, producto de aquel tuercazo golpe, se volvió un tanto cerrado para el aprendizaje, no entendía las lecciones, hasta el punto que comenzó a repetir el año… año tras año, costumbre que terminó haciendo que, definitivamente, lo perdiera de vista.

¿Cómo dicen que la letra con sangre entra? Aunque, quien sabe, quizá Sancho tenía razón con el aforismo, y el buen Ananías sea hoy un connotado Congresista, o nuestro actual viceministro de Educación.