Arnaldo
Guerrero es un amigo del barrio, parte de la pandilla de mis hermanos mayores. En
especial, de mi hermano Cesar. Es una de esas amistades que no admiten
distancias ni dudas. En los 60’s e inicio de los 70’s, paraban juntos de un
lado a otro, escuchaban música por horas y eran inseparables. Algunos los
jodían gritándoles: “¡¿Cuándo se casan?!”…
Gran
fan de los Beatles, Arnaldo tenía todos los discos. Pero lo que nos admiraba de
él era su erudición acerca de todo lo concerniente al cuarteto de Liverpool. Lo
que hoy nos puede parecer un conocimiento pueril, en esos días, lo de Arnaldo lo
tomábamos como sabiduría pura. Por ejemplo, una noche discutíamos sobre quién
cantaba la versión beatle de “Roll Over Beethoven”. Hasta que apareció Arnaldo
y dijo: George… Y todos nos
pasmábamos ante tanta sapiencia. O aquella noche en que, escuchando ese
maravilloso Álbum Blanco, mis hermanos y yo nos enfrascamos en apuestas en
saber si era John o Paul el que cantaba “Good Night”… Hasta que llegó Arnaldo y
nos dijo: Ringo… ¡Qué bárbaro! Todos
aspirábamos algún día a tener tan tremenda ilustración.
Pero
muy al margen de su bagaje, el tipo era un guerrero. Y como tal, se aventuró a
salir del país e intentar hacerla en los EEUU. Se llevó algunos de sus discos,
básicamente de bandas peruanas (We All Togheter, Traffic Sound, etc) y le dejó
a mi hermano Cesar toda su colección de los Beatles, lo cual, obviamente, para
nosotros fue toda una festividad y un embeleso. Especialmente para mí, que me
levantaba de madrugada a mirar aquellas ediciones que, entre nacionales e
importadas, daban un vuelo terrible y gaseoso a mis más arrebatados ensueños.
Pero
luego, con el transcurrir de los meses, comencé a notar que aquellos
maravillosos discos comenzaron a desaparecer. Uno a uno se fueron ausentando de
nuestro pequeño espacio destinado a los vinilos. Cuando pregunté a mis hermanos
qué estaba pasando con los discos de los Beatles, ellos encogían sus hombros…
Los muy insensatos los habían estado vendiendo o cambiando por algún tipo de
mercadería. Los alcaloides habían ingresado a mi casa de la manera más díscola
y tornamesada. Me enfadé mucho. No podía creer tan tremenda estupidez.
Años después, Arnaldo Guerrero volvió al Perú. Ya era 1979 y el tipo había logrado su cometido en los yunaites. Estaba totalmente establecido. Era un psicólogo de renombre
por allá y había regresado al Perú por unos días. Fue recibido como
un héroe, desatándose una verdadera fiesta. Pasadas las emociones, mi hermano Cesar y él se quedaron a solas… Nunca supe qué se
dijeron, ni en qué quedaron. Tampoco me interesa hoy averiguarlo. Lo único que
sé (y creo que es lo más importante), es que siguieron siendo amigos y lo
siguen siendo hasta hoy, en pleno siglo XXI, donde Arnaldo, ya retirado de la
psiquiatría, ha retomado la patria, a los
antiguos compinches y a la vieja vecindad. Al parecer, la amistad entre este
guerrero y mi hermano, es a prueba de
discos. (Daniel F)