- ¿Y esta foto? –le pregunté a mi
mamá una tarde, mientras veíamos el álbum familiar.
- No sé, mi’hijito –dijo mi mamá- Deben ser amigos de tu papá, de algún
carnaval o alguna broma…
Era
una nocturna y blanquinegra fotografía que se había apoderado de todas nuestras
preguntas. Mostraba a tres personajes con los rostros semi cubiertos. Yo
recuerdo que de niño esa foto estaba en un mejor estado y todavía se podía ver
con exactitud algunos rasgos. Pero esa intrusa y nacarada bacteria que suele
atacar a las fotos, ha recrudecido su virulencia en estos tiempos y se ha
propuesto esconder sus confesiones. Ante la ausencia de mi papá, fallecido en
1973, y por todo este tipo de ataques promovido por los años, varias de esas
imágenes que nos contaban historias, se volvieron imposibles de identificar...
o de explicar.
La
fotografía, o los que se refugian en ella, intentan congelar esos breves lapsos
que tenemos los humanos para no olvidar quiénes fuimos o para traernos de
vuelta aquellos días en que aún soñábamos. Son segundos de obturadores y
fractalidad intentando castigar la brevedad de la existencia, terminando por
ser un incómodo testigo al degollado paso de los calendarios. Nos vemos con vientres menos inadecuados,
prendas un poco desacertadas y cabellera aún pilosa. Sin las fotografías,
muchos o tal vez todos esos repasos, se velarían en el viento. Aquella noche, le pedí prestado a mi mamá ese
tremendo librote de fotos y me lo llevé a mi casa, pues tenía que hacer un
trabajo sobre retrospectiva fotográfica. Pero en todo el trayecto me pasé
observando, únicamente, aquella inexplicable reproducción de extraños
personajes.
Estando en mi domicilio, intenté encontrarle sentido a ese retrato. Seguí mirándolo hasta que el sueño me venció y de pronto me vi entre apresuradas calles de serpiente, con sus prisas y velocidades vertiginosas, con sus ríos de luz y sus atronadores gritos. En este sueño urbano, apareció mi mamá y mi hermano menor el Kimba. Llegaron en un vehículo abierto y con un conductor desconocido. Me invitaron a subir. Estuvimos dando vueltas por mucho rato, hasta que de pronto el panorama cambió radicalmente. La bulla dio paso a una serena urbe descansando en recogidos pastizales y rodeada de solitarias extensiones de campo. No soy muy erudito en esto de la arqueología urbana, pero aquel nuevo marco me era muy familiar. De pronto estábamos en lo que parecía ser un pedazo de la antigua Unidad Vecinal # 3, mi viejo barrio. Al principio dudaba un poco, pero el grito de mi hermano y la sorpresa de mi mamá –quien tiene más autoridad que yo para reconocer estos planos- lo confirmaron. Estábamos en la antigua Unidad Vecinal #3, la original, con sus chacras a los costados, su establo al frente y la Av. Colonial como única calle de vecino. Las piletas aún tenían agua, los pasadizos aún invitaban al paseo, y las anticucheras iluminaban la noche entre aquella ciudadela nevada por la luna.
Entonces
dije: “Pasemos por la casa, a ver cómo se veía en estos tiempos”. El carro dio
un giro y nos enrumbamos al sector donde están los Blocks 5 y 6. Pasamos por
sobre pastos eternos hasta llegar a nuestra fachada. Nos bajamos de la movilidad
y vimos cómo aquel extraño auto se retiraba con su desconocido conductor.
Miramos de nuevo los edificios y miramos nuestra casa. Aquella vieja casa que
nos vio crecer, llorar, donde pronunciamos nuestras primeras palabras y
esbozamos nuestros primeros espejismos. Al rato nos percatamos de unas luces
que tintineaban en varias ventanas, naranjas, verdes, rojas… “¡Feliz Navidad,
vecinos!” –dijo un señor que pasó raudo en una bicicleta. Estábamos en
Nochebuena.
Comencé
entonces a recordar las remotas navidades que tuvimos. De cuando mi mamá, ante
la falta de algo mejor o más lujoso, hacía nuestro Nacimiento con figuras de
papel que venían en periódicos o revistas y que mi mamá recortaba y las
colocaba en el pesebre… también de papel.
Nunca tuvimos un árbol. No como los vecinos que todos siempre posaban
orgullosos ante enormes y muy navideños árboles. Aun así, las Navidades siempre
fueron muy especiales y muy felices, pues todo era compensado con lo que salía
de nuestros corazones. Tal vez la única Navidad que la sentimos más que incompleta,
fue la primera sin mi papá, en Diciembre de 1973.
En
ese instante nos sobrevino un único y atropellado pensamiento: “Vamos a ver a
mi Papá”. Pues si estábamos en aquel agudo pasado, tal vez podríamos tener la
suerte de ver a mi papá. Así que nos encaminamos a 'la casa'. Subimos las
escaleras hasta que, de pronto, estando en aquel balcón de media luna, nos
detuvimos. Era el Kimba quien lanzaba una sagaz reflexión: “No nos pueden ver
así. No nos pueden ver el rostro. No sabemos qué año es. No sabemos a quién
vamos a encontrar… No estamos preparados para esto ni ellos tampoco...”
Entonces decidimos cubrirnos la cara y enfrentar lo que venga. Pero antes de tocar la puerta, estando ya a
unos centímetros, el Kimba, quien al parecer estaba muy reflexivo esa noche,
vuelve a hacer una sesuda ponderación: “¿Y quién va a hablar? ¿Qué les vamos a
decir?”. No habíamos pensado en eso tampoco. Y tras una corta deliberación, me
eligieron a mí. ¿Por qué? Porque a mi mamá se le va a romper el corazón si
logra ver lo que todos deseamos ver. Y, por otro lado, el Kimba, en este tipo
de menesteres, es una completa mazamorra. Así que sería yo quien hable. Tocamos
nuestra antigua puerta de tripley-cartón y, tras un corto instante, la entrada
se abre y podemos ver a una pequeña familia a la mesa, mesa ataviada de
botellas cubiertas con fideos y pintados con purpurina o uno de esos menjunjes
dorados para dar apariencia brillante y navideña, envases donde se colocan las
velas y que de chico logré ver todavía. Vimos a mis hermanos mayores, tan
pequeños y sonrientes, mientras que, de espaldas a nosotros, de blanco y
pantalones oscuros, estaba un esbelto y espigado señor con unos tirantes que le
cruzaban la espalda. Se nos hizo un nudo en la garganta. Aun así, logré
articular la primera frase: “¡Feliz Navidad, vecinos!”…
En
eso, para emoción de todos, aquel señor que estaba de espaldas, da una ligera
vuelta y nos sonríe. Era mi papá. El héroe de la casa. El que todo lo arreglaba
y todo lo podía. El que nos hacía reír y el que no dejó un sólo día de
querernos. Era mi papá, el hombre cuyas últimas palabras fueron: “¿Cómo está
Daniel?”, preocupado por mi reciente intervención quirúrgica en el mismo
hospital en donde él estaba agonizando. Era mi papá y estaba ahí, sonriéndonos,
con esa sonrisa de media boca que tanto nos gustaba y que terminó enamorando a
mi mamá.
“¡Feliz
Navidad, Sr. Valdivia!” –logré soltar, tratando de no tropezarme con el nudo
que ya tenía atorado en la garganta. El “señor Valdivia” levanta una taza de
algo humeante, un café o alguna infusión de esas que siempre le gustó tomar, y
nos devuelve el gesto en silencio. Ahí nomás aparece mi mamá, intentando
identificar a los visitantes, tan joven y tan bella como siempre, cargando a un
bebito forrado de blanco.
- “¡Ese chico va a ser cantante!”
–les digo, señalando al párvulo de ojos almendrados.
En
ese instante, de súbito, se interpone mi padrino, el Sr. Escobedo, alguien que
siempre estuvo en nuestras Navidades y que era muy amigo de mi papá, y nos toma
una foto, lanzando un flash
endemoniado que me obliga a cerrar los ojos.
Cuando logro abrirlos, ya no estoy en el portal de la familia Valdivia,
ya no estoy en la antigua U.V.3. Estoy en el silencio de mí habitación, en mí
casa, mi nueva casa, lejos de mi antiguo barrio, rodeado de gatos y sosteniendo
el libro con las fotos. Rápidamente me pongo de pie y me llevo el álbum a un
lugar con mayor luz. Vuelvo a ver aquella enigmática foto con los extraños
personajes de rostro cubierto. La miro y la vuelvo a mirar por milésima vez.
Hasta que decido desprenderla del álbum, tratando de no perder ningún detalle.
Para mi sorpresa, veo que a la vuelta hay una inscripción, de puño y letra de
mi padre que decía: “Los extraños
personajes que se aparecieron en Navidad – Diciembre, 1962”.